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viernes, 19 de febrero de 2010

Asombra que alguien pretenda cobrar por leer en las bibliotecas de un país en el que más convendría pagar para que lo hiciéramos

Asombra que alguien pretenda cobrar por leer en las bibliotecas de un país en el que más convendría pagar para que lo hiciéramos.


En España se puede vivir bien sin leer y gran parte de la población no echa en falta para nada la compañía del libro. Es como si hubiera arraigado el escarmiento en cabeza ajena tras saberse que el hidalgo Alonso Quijano enloqueció por leer. Hipótesis difícil de admitir porque apenas nadie ha leído aquí el Quijote.


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Cobrar por leer


En su cuaderno de internet, José Luis Sampedro, persona inteligente, sensible y culta, se enfada por la pretensión de la SGAE de cobrar dinero por el uso de las bibliotecas públicas.


En España no se lee. Sigue siendo muy bajo el índice de lectura de libros, tan sonrojante como el de la lectura de prensa. En España se puede vivir bien sin leer y gran parte de la población no echa en falta para nada la compañía del libro. Una casa en la que haya cien o doscientos llama la atención. Es como si hubiera arraigado el escarmiento en cabeza ajena tras saberse que el hidalgo Alonso Quijano enloqueció por leer. Hipótesis difícil de admitir porque apenas nadie ha leído aquí el Quijote.


Cuenta Sampedro anécdotas bibliotecarias vividas por él. Una le sucedió en Aranjuez, el año de la República. Había allí un maestro nacional (hoy ya no pueden llamarse así) al que habían cedido un cuartito de la escuela para su biblioteca particular. Prestaba libros de toda procedencia, entre los que figuraban obras de Baroja, Dickens y Salgari, a los vecinos de cualquier edad por una cuota fija de media peseta al mes.

Otra de las historias sucedió en una bibioteca rural: la joven bibliotecaria dispuso un rinconcito para niños, con una moqueta donde podían sentarse para leer cuentos. Las madres recurrían a esta inesperada guardería y, a la vuelta de sus quehaceres, habían a menudo de esperar a que los chiquillos llegasen al final de la lectura. Mientras, también ellas curioseaban en los estantes y acababan por pedir en préstamo algún título: en ocasiones, el primer libro de su vida.


Y, en fin, un hospital fue el marco en el que una mujer empeñosa, obrando cotra corriente y armada con un carro de supermercado y un puñado de libros de acarreo, acabó por convertirse en un servicio aceptado, con beneficios terapéuticos y premiado por los libreros de Valencia.


Estas hisotiras españolas, tan ciertas como conmovedoras, las trae a colación por la pretensión de cobranza de 20 céntimos de euro por cada libro que preste una biblioteca.


Sampedro tiene por cierto que uno ha de pagar si obtiene algo a cambio, a menos que se trate de una sanción. La biblioteca pública ya pagó por el libro y muchos usuarios del servicio lo frecuentan porque no pueden comprar libros de forma regular. Más aún: el lector de biblioteca adquiere, incluso tras haberlas leído, las obras que desea tener consigo, de modo que la frecuentación de las bibliotecas fomenta, a la vez, la lectura y el consumo de libros.


Sampedro dice que prefiere ser un autor menos rico, pero más leído y se siente en deuda con las bibliotecas. En otros países, los editores se congratulan de que las redes de bibliotecas públicas sean sus clientes, pues compran numerosos ejemplares, lo que genera una apreciable ingreso a los autores.


Sea como fuere, asombra que alguien pretenda cobrar por leer en las bibliotecas de un país en el que más convendría pagar para que lo hiciéramos.

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